La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu... y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Hebreos 4:12
Hace años, en Atenas, un predicador del Evangelio acostumbraba hablar personalmente con algunos de sus oyentes al final de las reuniones.
Se dirigía especialmente a los que él no conocía. Cierto día, habló con un joven y le preguntó, entre otras cosas, de dónde venía. - De Patmos - fue la contestación.
- ¿Y conoce usted al Señor Jesús? - siguió preguntando el siervo de Dios.
- Sí - respondió el joven.- Él es mi Salvador.
- ¿Qué es lo que da esa convicción? - averiguó el predicador.
- Hoy, oí de su boca una predicación del Evangelio, por primera vez en mi vida - dijo el joven. - Pero cuando tenía catorce años, un vendedor de Biblias vino a nuestra isla y mi padre le compró una. La leí con mucha atención y de ese modo hallé al Señor Jesús como mi Salvador.
¿No es esto una maravillosa prueba del singular poder de la Palabra de Dios? Ese joven, ignorante de las cosas divinas, aceptó con fe el Evangelio tal como lo presenta la Biblia. Por medio de ella fue convencido de que era pecador, pero también de que Jesús es el Salvador de los pecadores.
¿Desde cuándo posee una Biblia el lector? ¿Se reconoció en ella? ¿Halló en ella al Salvador? ¿O se encuentra su Biblia sin ser usada, en algún rincón? ¡Qué lástima sería!
Le conviene leerla con el sincero deseo de que Dios se le revele. Y así ocurrirá seguramente. "El evangelio... es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego" escribió el apóstol Pablo a los romanos (capítulo 1:16).
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