Dios mío...Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio; ¿por qué ves a los menospreciadores, y callas cuando destruye el impío al más justo que él? Habacuc 1:12-13
Uno de los principales reproches que los hombres le hacen a Dios es que no les impide que se dañen unos a otros y que parece tolerar la injusticia. "Si Dios existiese -dicen los incrédulos- ¿permitiría las guerras, los dramas sociales y los sufrimientos padecidos por niños inocentes?"
A veces, los mismos creyentes se desalientan, diciendo: ¿Cómo es posible que las desdichas alcancen indistintamente a los justos y a los injustos? ¿No reconoce Dios a los suyos?
Este grave problema atormentaba a Asaf, el autor del Salmo 73. La contestación le fue dada cuando entró "en el santuario de Dios". Entonces dice él, "comprendí el fin de ellos" (v. 3-17).
De la experiencia de Asaf retengamos dos verdades capitales. En primer lugar, no podemos entender los secretos de Dios si no entramos primeramente es su santuario o, dicho de otro modo, si no permanecemos humildemente ante ÉL para recoger sus pensamientos y no para discutir de igual a igual.
En segundo lugar, hay un fin en vista del cual se cumple todo el plan divino. El silencio de Dios nunca es indiferencia y, menos aún, impotencia. Es paciencia. ÉL controla todo lo que el hombre hace y se sirve de ello para el cumplimiento de sus misteriosos propósitos.
¡Así ocurrió con la cruz! ¿Ha habido un momento de la historia de la humanidad en el cual el silencio de Dios sea más difícil de comprender? ¡Los hombres crucifican a Su propio Hijo y ÉL les deja hacerlo! Pero, precisamente por medio de este crimen, la humanidad iba a ser rescatada y el amor de Dios iba a expresarse de la más maravillosa manera hacia todos nosotros.
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