Se levantó una gran tempestad de viento, y echaba las olas en la barca, de tal manera que ya se anegaba. Y Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal. Marcos 4:37-38
En el capítulo 6 del profeta Daniel, vemos que una grave amenaza pesa sobre él; si se le sorprende orando a su Dios, será echado al foso de los leones.
El decreto resuelto por el rey será ejecutado sin compasión. Ni los servicios rendidos por Daniel durante el curso de su largo cautiverio, ni su avanzada edad (más de ochenta años) harán apiadar al soberano.
¿Qué va a hacer el profeta? ¿Esconderse para hacer subir a Dios sus súplicas? Nunca. ¿Tratará de abogar por su causa ante el rey para que éste revoque la decisión que le fue dictada por los sátrapas? No.
La prueba no lo turba. "No tendrá temor de malas noticias; su corazón está firme, confiado en el Señor" (Salmo 112:7). Hará, pese a la amenaza, lo que solía hacer antes: irá a su casa, abrirá las ventanas de su cámara que dan hacia Jerusalén y orará a su Dios.
No sabemos qué es lo que más hay que admirar en la actitud de ese hombre: su fe, que pese a las ruinas de su tierra natal le impulsa a mirar hacia el santuario asolado porque las promesas de Dios no pueden ser anuladas (Véase 2 Crónicas 6:38-39); su coraje frente a las amenazas del soberano, o su tranquilidad de alma en el día de la angustia.
También Pedro, sujeto con cadenas, dormía apaciblemente entre los soldados que lo custodiaban (Hechos 12:6). No estaba preocupado.
Pablo y Silas cantaban himnos en la prisión de Filipos (Hechos 16:25).
¡Qué ejemplo nos dan esos hombres de fe! A nosotros, quienes en el día de la prueba nos agitamos para evitarla o para salir lo más pronto posible de ella.
¡Cuánto honra a Dios esa confianza y esa serenidad de espíritu!
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